LA JUGARRETA DE MI PRIMERA NOVIA

Ya he comentado en alguna ocasión que, durante mis dos últimos años de instituto, tuve por novia a una chica que era una dulzura, mi primer gran amor. El único problema de aquella relación era que mi chica quería llegar virgen al matrimonio, de tal modo que nuestra vida sexual consistía en poco más que muchos besos, algunas caricias torpes y muchos apretones que culminaban cuando, a fuerza de rozarnos, ella o yo acabábamos por corrernos.

Cuando ya llevábamos medio año como pareja, si bien seguía empeñada en conservar su himen intacto, mi novia se fue abriendo a otro tipo de actividades que no supusieran penetración. Así, a modo de recompensa por mi paciencia y comprensión (que debo decir que no fue poca), tomó por costumbre masturbarme, y acabó haciéndolo tan rematadamente bien que yo mismo dejé de tocarme; simplemente esperaba a que nos quedásemos solos para que ella, con su mano delgada, su caricia tierna y su rítmico compás, me condujese al séptimo cielo.

No tardé en darme cuenta de que mi chica se sentía un poco culpable por no dejarme penetrarla, y debo reconocer que me aproveché un poco de sus sentimientos con una palabra aquí y otra allá para que se plegara a algunas de mis fantasías; hoy no me parecen gran cosa, pero por aquel entonces no podía dejar de darles vueltas. Comencé pidiéndole que me dejara correrme sobre su mano (la que no me masturbaba), y como lo aceptó de buen grado, poco tiempo después le supliqué correrme sobre sus pies, pequeños y de dedos regordetes, a lo cual también accedió. Notando que cedía a todo ello de buen grado, como aliviada de poder darme algo especial, poco a poco me fui envalentonando. Le pedía que frotara mi pene contra sus pechos y que dejara que me corriera en ellos, y que luego dejara que mi leche le resbalara por sus pequeños pero firmes senos. También acabé derramándome sobre sus nalgas y sobre su espalda, y sobre prácticamente todas las partes de su cuerpo menos su cara, pues sobre esta última sí que se negó.

Debo reconocer que por aquel entonces, ensimismado como estaba viendo cómo se cumplían muchas de mis pequeñas fantasías, yo no prestaba demasiada atención a las que mi chica pudiera tener. De hecho, estaba intentando que cumpliese la fantasía que había calentado muchas de mis noches en los meses anteriores: que me hiciera una mamada y me dejara correrme dentro de su boca. Al principio pensé que no iba a querer, pero al final, para mi sorpresa, me dijo que sí.

Mi novia me la había chupado en el pasado, pero la experiencia no me había satisfecho demasiado, o al menos no tanto como cuando me masturbaba. Creo que el problema era que tenía un aparato dental con el que a veces me rozaba sin querer, lo cual no me hacía daño, si bien me desconcentraba bastante. En esta ocasión hablamos cómo podía hacérmelo para que aquello no pasara: primero atrapó la cabeza de mi pene con sus labios y, sin dejar de hacer presión, movió su lengua, dándome una sensación húmeda y suave como nunca antes había experimentado. Al principio fue un movimiento arrítmico, pero luego empezó a controlar la cadencia: ahora movimientos lentos y largos, ahora movimientos rápidos y precisos. La sensación de placer era cada vez mayor, y el cálido interior de su boca me invitaba a dejarme llevar.

Entonces noté aquella emoción imposible de describir que te sacude cuando estás a punto de correrte: una mezcla de placer, tensión, deseo, vacío, fragilidad… todas esas sensaciones que se arremolinan dentro de ti y te hacen soltar un último gemido tras el que te dejas arrastrar. Sentí cómo mi esperma se desparramaba dentro de su boca. Su única respuesta fue un ruidito como de sorpresa, pero eso no evitó que siguiera moviendo sus labios a la par que mi erección iba disminuyendo. Una calma instantánea se apoderaba de mi cuerpo. Entrecerré mis ojos y todo dejó de preocuparme.

Mi novia había parado el juego de sus labios, y como no la vi limpiarse la boca con un pañuelo pensé que se había tragado mi esperma, lo que me dio una sensación de excitación embriagadora a la par que sentía la caricia del aire que entraba por la ventana sobre mi pene, húmedo con su saliva y mi esperma, increíblemente sensible.

Ella me abrazó, su cuerpo cálido, sus pechos apretados contra mi cuerpo, sus pezones clavándose tiernamente en mi piel. Le devolví el abrazo mientras ella me besuqueaba el cuello. Su boca y la mía se encontraron: sus besos eran pauados y débiles, mientras que los míos resultaban suaves y cariñosos. De repente separó su labios, su lengua penetró en mi boca buscando la mía, y fue entonces cuando noté que algo se introducía en mí. Saliva, sí, el sabor de su saliva… pero también mi leche, que la muy endiablada había guardado en su boca todo este tiempo. Intenté cerrar los labios, pero su lengua jugaba contra mi boca, impidiéndome rechazar el fruto de su beso. Sin otra posibilidad, tuve que dejar que aquel extraño sabor inundara mi boca, hasta que ella se apretó contra mi oreja y, mientras la mordisqueaba cariñosamente, me dijo: “Traga”. Pasó sus dedos por mi cuello, acariciando muy suavemente mi nuez, invitándome a engullir, y volvió a repetir con un tono más decidido aquella orden: “¡Traga!”. Y así lo hice. Noté mi corrida, espesa y al mismo tiempo ligera, descender por mi garganta. Cuando logré hacer desaparecer aquello de mi boca, ella me dio un largo beso, encendido y cómplice.

Confuso y algo avergonzado por lo que había sucedido, no fui capaz de decirle nada. Mi chica se limitó a decirme: “Yo también tengo fantasías.” No sé si lo hizo con aquella intención, pero el hecho es que en ese momento comprendí que había sido un idiota por aprovecharme de su sentimiento de culpa para satisfacer solamente mis deseos, no habiendo prestado atención alguna a los suyos. A partir de entonces, puse especial cuidado en que nuestros encuentros fuesen un lugar donde ambos pudiésemos disfrutar.