El repartidor de esperma
Calixto era repartidor de una empresa purificadora. Aunque en su jornada laboral repartía algo más que agua.
«Hoy tengo un día muy atareado…», pensaba Calixto, mientras conducía su camioneta de repartición y se tomaba una pastilla azul en forma de rombo.
No era precisamente apuesto ni galán, pero, si para sus exigencias diarias tomaba hasta vitaminas, y alguno que otro complemento alimenticio, era porque la mayoría de sus clientas eran esposas insatisfechas. De esas señoras, amas de casa, de entre cuarenta a sesenta años, olvidadas por sus maridos e hijos, que se la pasaban solas en sus hogares casi todo el día. Era por ello que encontraban en el joven repartidor un necesario y justo desahogo.
Pese a que aquellas eran mujeres maduras, Calixto se aplicaba con vigor en satisfacerlas, pues eso las hacía clientas seguras. Y es que él deseaba con ahínco progresar en la empresa; eso se lo propuso desde el primer día.
—Conforme suban las ventas aumentará tu comisión. ¿Qué te parece? —le dijo su empleador.
—Pues muy bien. ¿Cuándo empiezo? —respondió el joven entusiasta, que bien sabía cómo iba el país en el que había muy pocas ofertas laborales.
Al principio fue duro hacerse de clientela, ya que una purificadora tan pequeña no es rival para las grandes marcas reconocidas. La mayoría compra agua de los grandes consorcios, aunque les salga más cara. Sin embargo, el muchacho se puso listo.
—Oiga señito, le arreglo esa gotera —le había dicho a una señora, pese a que ésta había rechazado el garrafón de agua que le había ofrecido a las puertas de su hogar.
La otra aceptó el favor que el joven le ofrecía, pues en realidad esa gotera ya le había fastidiado casi tanto como la indiferencia del marido por arreglarla.
Al verlo actuar así, tan atento, a diferencia de sus hijos o su cónyuge, la mujer al fin le compró el agua. Ya más adelante se hizo su clienta y cada dos semanas; sin falta; se surtía con él. Y como el otro no dejaba de mostrarse siempre comedido, la mujer…
—Oye, hoy no tengo cambio.
—No se preocupe, si quiere me paga la próxima.
—Espérate. Ven, te pago en la recámara.
En pocos minutos, y tras unas indirectas muy directas, el joven Calixto ya le peinaba con la lengua los pelos de la vulva a la madura señora.
—¡Uy… qué rico me lo haces! —expresaba la mujer, quien ya no recordaba cuando había sido la última vez que su marido le pusiera tal empeño.
Ambos ya estaban en pelotas, y si bien la seño ya tenía sus respectivas lonjas, el joven no le hizo asco a acariciarle todo el cuerpo, lamérselo y besárselo. La mujer se dejó hacer, siendo llevada al éxtasis, pues sabía que una ocasión así probablemente no se repetiría. Sin embargo, si se repitió y cada semana.
Calixto la hacía chorrear de la raja, mientras le metía un dedo en el culo, haciéndola chillar de pasión.
Luego le hacía probar sus propios fluidos, que le llevaba a la boca por medio de sus dedos embarrados previamente en su hendidura. Inmediatamente besaba a la señora, para que entre ambos saborearan las secreciones, sin dejarle de meter dedo en el orificio anal, lo que excitaba en gran medida a la seño, pues nadie antes la trató así.
—Ya papacito, encájame tu cosota —le decía la doña, totalmente fuera de sus cabales.
El otro la complacía.
—Eres muy golosa —le decía él, haciéndola sentir rejuvenecida.
Calixto se le venía abundante, sin intermediación alguna, pues no usaba condón, haciendo así el justo entrego de su semilla. Él lo hacía despreocupadamente pues, por la edad de la mujer, no creía que hubiese riesgo de preñarla.
Pero para esos días aquella no era la única de sus clientas en recibir los entregos de su esperma.
Algunas hasta se le abrían de culo como Eloísa. Doña Elo le encantaba por detrás. Ella misma se abría sus dos cachetes grandes, aunque flácidos, invitándolo a introducirse por donde cagaba.
El otro, tras incrustarse en ella, se apareaba con el brío propio de su juventud. Doña Elo bien sabía que su marido no podría hacérselo igual. Él ya no poseía tal ímpetu ni resistencia.
—¡Hazme sentir que me cago pa’ dentro! ¡Hazme sentir que me cago pa’ dentro! —repetía ella reiteradamente, como si fuera una clase de mantra.
Todo hubiera seguido así de bien si no hubiera ocurrido que…
—Oye, la señora de la casa verde quiere un garrafón —alguien le dijo y Calixto fue inmediatamente.
Tocó la puerta metálica pero no le abrieron, lo volvió a hacer y nada. Ya estaba por regresarse pensando que le habían engañado cuando por fin la puerta se abrió.
La señora era una hembra madura como sus habituales clientas.
—Ay Pedrito, qué bueno que llegastes. Pásale, pásale.
Calixto se sacó de onda al ver que la otra lo trataba como si ya lo conociera, aunque llamándole erróneamente “Pedrito”. No obstante, entró al domicilio con el garrafón al hombro.
—¿Dónde se lo dejo? —él preguntó, a la vez que trataba de ubicar la cocina.
—Ay Pedrito tengo tantas cosas que contarte. Me saqué la lotería… —la mujer siguió hablando con total familiaridad.
Aquella no paró de hablar, aunque ya se había metido a un cuarto y Calixto ya no entendía muy bien lo que decía.
En ese momento a Calixto le cayó el veinte, o por lo menos eso creyó:
«Claro, lo que ha de querer es…», se dijo a sí mismo, pensando que probablemente alguna vecina se lo había recomendado.
«De seguro cree que me llamo Pedro y…», pensó el joven muchacho, dejando el garrafón por ahí y se encaminó hacia el cuarto donde se había metido la señora.
Al entrar vio a la dama recostada en una cama, y notó que no había parado de hablar, lo que para él eran puras incoherencias. Sin embargo, él no puso más cuidado en ello al ver también que la señora, claramente, no llevaba ropa interior. Ella sólo vestía un camisón y nada más. Eso reforzó más sus sospechas sobre lo que en realidad la señito quería.
Raudo se desnudó, pues tenía que seguir con sus entregos normales, así que sin más preámbulo se fue sobre la mujer. Con ambos brazos le abrió y le subió las piernas y…
—Estoy mojada… estoy moja…, oye que estoy mojada —decía ella y reía a intervalos.
—Vaya que sí te creo —dijo el otro, creyendo que le decía aquello refiriéndose a la excitación que ella sentía, y la penetró.
—Aaahhh… aaahhh… —exclamó ella.
—Eso… sss —dijo él a su vez, y comenzó el mete y saque constante; sin pausa y cada vez más veloz.
Las carnes no tardaron en producir sonoros chasquidos, dado las constantes colisiones entre hombre y mujer.
—Ay no… ay no… —repetía ella continuamente, mientras el joven la penetraba sin descanso.
Calixto se hizo de sus pechos y los amasó brutalmente.
La cama crujió como hacía tiempo no lo hacía. La señora no dejó de quejarse.
—¡Vete! ¡Vete! …ay, ya vete —gritaba desesperada la seño.
Calixto creyó que lo que en realidad quería decir era: “Vente”. Y le siguió dando justo pensando en eso.
Con su fuerza y agilidad, propias del joven repartidor, consiguió ponerla de a perro y así le continuó penetrando, pese a las quejas de la otra que continuaba diciendo incoherencias como: “Tú no eres mi hijo” “No…, tú… ¿quién eres?
—¡Oye tú! ¡Qué chingados le haces a mi mamá! —oyó de pronto a sus espaldas, y Calixto volteó viendo a un muchacho, quizás de su misma edad, quien lo miraba desde la puerta del cuarto—. ¡Hijo de tu perra madre! —y gritando esto se le fue encima a golpes a nuestro héroe.
Resultaba que la pobre señora que Calixto se había ayuntado, doña Fausta, estaba mal de sus facultades mentales. Casi siempre estaba sola, aunque, de vez en cuando, la visitaba uno de sus hijos, Bruno, el más chico, quien justamente fue el que descubrió lo que Calixto le estaba haciendo en pleno momento.
Sin embargo, la señora tenía más hijos quienes ni siquiera la llamaban por teléfono. Todos habían hecho sus vidas y ya ni la pelaban. El único que la atendía era Bruno. No obstante, Doña Fausta al que siempre nombraba era a Pedro, su hijo mayor, su consentido, a quien tanto tenía presente y que, por tanto, fácilmente confundía con cualquiera, incluso con el mismo Bruno, o, en este caso, con Calixto.
El pobre repartidor ese día fue linchado por los vecinos, quienes creyeron que se trataba de un aprovechado violador, al enterarse de lo sucedido con doña Fausta.
Sus clientas habituales no pudieron defenderlo, pues tendrían que haber dicho la verdad y ninguna se quiso comprometer. Fue así como el joven luchón, a pesar de sus esfuerzos, no vio satisfecha su meta de progresar en ese país que se estaba yendo a la…
FIN